Lorena Arias Duque

El equilibrio natural del que (de)penden nuestros ecosistemas es una cuerda invisible y demasiado tensa que mantiene todo en su sitio. Si la cuerda se estira excesivamente puede romperse, y desmoronarse toda la estabilidad que soportara.

La actividad humana, desde sus albores, ha quebrado muchas cuerdas de la naturaleza, hasta poner en alto riesgo la preservación de la biodiversidad, incluso, de su propia especie. La celeridad a la que avanza el cambio climático nos aproxima cada vez más al «umbral crítico» que ya marcan muchos científicos como el límite de no retorno. Pero dentro de las innumerables acciones humanas causantes de este problema, nos ocupa en este artículo el turismo masivo e irresponsable, que, en el presente, no deja indiferente a nadie que siga con regularidad la actualidad internacional.

Una de las principales consecuencias de este fenómeno, allá donde se manifieste, es el incremento de la contaminación atmosférica y marítima. Se dice, popularmente – y no en vano -, que los bosques y los mares son «los pulmones de la Tierra», y es que se trata de verdaderos retenedores naturales de los gases de efecto invernadero. Pero estos órganos vitales del planeta han alcanzado el término de su capacidad retentiva y precisan redención urgente durante algún tiempo.

Para entender el alcance real de esta afección no hace falta irse muy lejos: el mar Mediterráneo, que baña las costas del levante español, es la encarnación de este problema. La pésima gestión de los residuos y el turismo de masas que atraen anualmente sus playas amenazan con devastar por completo su biodiversidad. En la actualidad, el plástico representa el 95 % de los deshechos que flotan en este mar, según datos de WWF. La ingesta de dicho material por parte de la fauna marina supone un enorme riesgo para la salud humana, así como para la preservación de los ecosistemas acuáticos y costeros. Frente a esto, España es el segundo país – solo superado por Turquía – que más residuos plásticos vierte al Mediterráneo.

El turismo de masas y sus consecuencias

El concepto «turismo de masas» adquirió forma entre las décadas de 1950 y 1970, para poner nombre al fenómeno turístico que crecía sin mesura a nivel internacional. Las personas viajan por el mundo en búsqueda de la experiencia estética que supone la contemplación de lo exótico – lo bello, podría decirse. Pero si esta meta no se lleva a cabo de forma respetuosa con el entorno, acaba, como ya hemos visto, quebrando la rígida cuerda del equilibrio natural.

Esto es lo que ocurre en las playas de Étretat, Normandía, que reciben cada año alrededor de un millón y medio de turistas, según datos aportados en 2023 por Étretat Demain. La irrupción masiva de visitantes agrava la erosión natural de las costas; las instalaciones para el tratamiento de aguas residuales se desbordan; y el ingente tráfico peatonal produce deslizamientos de tierra.

Un ejemplo similar es la mítica Venecia. La ciudad flotante del Adriático es altamente propensa a las inundaciones, que aumentan con la llegada del turismo, el paso de cruceros y la contaminación de las marismas.

Por añadir uno más de los incontables modelos de mala gestión turística, tornamos la vista hacia la Polinesia del Pacífico Sur, donde emerge la isla de Pascua. Con una población total en torno a 6.000 habitantes, acoge de forma anual a unos 80.000 turistas, cuyos deshechos llegan a juntarse hasta en veinte toneladas, expone la BBC.

Si bien es cierto que la industria turística es el principal sustento de estos y otros célebres destinos, la saturación de visitantes, también conocida como «sobreturismo», transforma estos paraísos turísticos en el infierno de la población local. En ocasiones, no queda más opción para los residentes que retirarse a zonas menos transitadas y asequibles.

Retomando el caso de Venecia, encontramos que el centro de la ciudad ha perdido el 40 % de su población en apenas tres décadas, como consecuencia de la subida de precios de los alquileres. De forma parecida, en la isla chilena, las ventajas económicas que ofrece el turismo han motivado la inmigración de población peninsular, que ya sobrepasa el censo de los habitantes autóctonos.

Lo cierto es que el sobreturismo no aporta, en absoluto, ventajas a ninguna de las partes: ni a residentes ni a turistas. Los segundos llegan a aborrecer la experiencia en aquellos destinos donde la belleza natural que van buscando resulta hallarse aplastada bajo el peso de miles de visitantes y la incomodidad de calles intransitables, las playas contaminadas, etc.

Un poco de luz en la penumbra

Hace cuatro años, pandemia de Covid-19 confinó a millones de personas en sus hogares y los informes mostraron un notable descenso de la contaminación mundial. Uno de los mejores ejemplos fue, en efecto, Venecia, cuyos famosos canales de aguas oscuras se limpiaron de manera insólita, permitiendo avistar el fondo y atrayendo peces. Por ello, en verano de 2021, se decidió prohibir la entrada al centro histórico de la ciudad a determinadas embarcaciones y cobrar una tarida de acceso a los turistas.

Los resultados parecen arrojar algo de luz sobre la situación crítica que todavía enfrenta la ciudad italiana, lo que ha llevado a muchos gobiernos y ciudadanos a vislumbrar una solución quizá más sencilla de lo pensado: hay que bajar el ritmo. Es innegable la necesidad urgente de un descenso de las emisiones. Un turismo más consciente y disperso es posible para agitar la economía de las ciudades sin desplazar a sus habitantes, y promover la diversidad cultural sin ignorar el cuidado de la diversidad ecológica.