JACOBO HERRERO IZQUIERDO | Fotografía: Irene Ruiz
Elegir aventura es fácil cuando en el DNI aún aparece la firma de un niño pequeño y la fotografía de un rostro inquieto, feliz y barbilampiño. Aunque la universidad conceda al entrar otro carnet, donde la rúbrica esta vez está más trabajada, y el olor a café en los pasillos haga sentirse a un joven un poco más maduro, la intranquilidad que persigue a un chico de veinte años durante su enseñanza persiste al menos hasta que éste finalice su carrera. Por eso, cuando al estudiante se le ofrece la posibilidad de vivir fuera de su país, gozando de una independencia y libertad que hasta entonces se presentaban lejanas, las dudas pronto se disipan y el riesgo devuelve al estómago un nerviosismo adictivo, como el de la adrenalina al bajar por una montaña rusa.
“Erasmus” es una palabra que atrapa y convence, solamente por el serial de atributos que al término acompañan y que hace enloquecer a todo aquel que se apasione por el viaje, la diversión y el bienestar de dejarlo todo por un tiempo. Sin embargo, y pese a que conseguir una beca Erasmus supone una alegría para todo alumno que la solicite, la parte negativa de esta experiencia reside en el gran esfuerzo económico que tienen que hacer muchas familias para hacer que la estancia de su hijo sea cuanto menos confortable.
La euforia oculta el problema hasta que el avión levanta sus ruedas del suelo. A veces un poco más, pues el inicio del lance se convierte en un motivo digno de celebración. La llamada “fiesta de bienvenida” trae consigo un amplio despilfarro de billetes justificado con la frase: “ya habrá tiempo para el ahorro”. Pero cuando la tarjeta de crédito da el primer aviso (que lo da) aparecen las preocupaciones e incluso los estudiantes con mayor vocación humanística se convierten en precisos economistas que empiezan a hacer cuentas matemáticas para sobrevivir.
En erasmus, incluso los estudiantes con mayor vocación humanística se convierten en precisos economistas que empiezan a hacer cuentas matemáticas para sobrevivir.
Trescientos euros mensuales es la cantidad media que recibe un alumno con una beca Erasmus en el extranjero. Trescientos euros a repartir entre alojamiento, alimentación, transporte y ocio. Cuatro elementos básicos de los que únicamente el último podría ser considerado un capricho, aunque la atmósfera febril y el desahogo que concede una buena juerga hacen que a menudo se prescinda el llenar la nevera en favor de asegurar la diversión el fin de semana.
El dinero que entrega la Comisión Europea, el Ministerio de Educación o las universidades, que son las principales fuentes de financiación, no cubre la mayor parte de los gastos mensuales de un alumno residente en el extranjero. Los costes derivados de la tan añorada independencia provocan prematuras llamadas de auxilio a papá y mamá, que con peor o mejor cara, y quizás tras un sermón que trate de concienciar al chaval de la importancia del ahorro, terminan cediendo, introducen su mano en el bolsillo y vuelven a hacer un esfuerzo. Aunque este sacrificio suponga que finalmente sea en la casa de España donde la nevera esté un poquito más vacía o el remiendo de un pantalón tenga que aguantar unos pocos meses más. Pero bueno, “al menos el niño está bien”, como muchas madres dirían.
Entonces, ¿cuál es el verdadero precio de irse de Erasmus? Importan diferentes factores como el destino, la duración del intercambio o el número de becas de las que dispone el alumno. Y es que interesa subrayar el hecho de que un estudiante puede disponer de más de una beca. Algunas Comunidades Autónomas ofrecen una ayuda económica complementaria que puede variar de un año a otro y de la que se necesita cumplir unos requisitos para obtenerla. Cataluña, País Vasco o Canarias son ejemplos de territorios que garantizan este suplemento a sus habitantes. Aun recibiendo dicha ayuda, que no suele superar los cien euros, los futuros estudiantes de Erasmus han de saber que, en la mayoría de los casos, buena parte de las compras tendrán que cubrirlas con dinero propio. Un viaje, visitar un museo, incluso llevarte un recuerdo de la ciudad en la que estás viviendo supone un gasto a mayores que prueban que depender absolutamente de la beca es inviable. La mayoría de aventureros que se atreven con esta experiencia lo aprenden rápido.
Juan Galván Tomillo, estudiante Erasmus de periodismo en Turín asegura “la beca no te da ni para pagar la vivienda”, pues en su ciudad es “muy complicado encontrar un piso para dos personas por menos de 800 euros”. Compartiendo alojamiento con otra persona calcula al mes un desembolso mínimo de 600 euros, que incluso considera una cifra puede aumentar fácilmente: “Cualquier imprevisto puede hacerte pasar un apuro”, explica.
En Turín, «es muy complicado encontrar un piso para dos personas por menos de 800 euros».
Bien es cierto que Italia es uno de los destinos más caros. Los diferentes países se clasifican en tres grupos y la cuantía de la beca se establece en función de dicha clasificación. En el primer grupo se encuentran estados como Dinamarca, Francia, Noruega o Irlanda. En el segundo estarían España, Alemania, Bélgica o Croacia, entre otros. Por último, en el tercer nivel, República Checa, Lituania, Rumanía, etc. De esta manera, los estudiantes que elijan viajar a los países del primer grupo recibirán una ayuda más elevada.
Alberto Abril Arroyo puso rumbo a Dublín el pasado septiembre para cursar su tercer año del Grado de Economía. Él calcula un gasto aproximado de 8.000 euros durante los siete meses que estará allí. La beca que él recibe, la más alta, solo le cubrirá 2.100 euros, lo que le supone un notable esfuerzo económico. “La beca no me sirve ni para pagar la residencia”. “Mis padres me tienen que ayudar”, cuenta Marina González Barreiro, alumna de Filología Inglesa en Edimburgo. Quinientas libras es el precio que paga por vivir en la maravillosa ciudad que inspiró a escritores como J.K Rowling o Arthur Conan Doyle, pero que para disfrutarla necesita utilizar gran parte de sus ahorros.
«Mis padres me tienen que ayudar».
Aunque no todo es malo y el gremio estudiantil siempre disfruta de algún que otro jugoso descuento. Comedores, empresas de transporte o salas de fiesta acercan a los jóvenes numerosas ofertas y facilidades. En Polonia, por ejemplo, un alumno de la Universidad puede viajar cuantas veces desee a cualquier parte de su ciudad de acogida durante tres meses por tan solo veinte euros y comer en la facultad apenas le valdrá tres. Además, “Erasmus” sigue siendo una palabra que atrapa, porque no existe precio para los recuerdos. Viajar es sinónimo de aprender y a veces solo hace falta buscar un poco para encontrar ese sitio donde la cerveza sale más barata o reservar el bus de las cuatro de la mañana en el que dormir se hace algo incómodo, pero que tres horas más tarde hubiera costado el doble.
Y eso, en cierta manera, también es independencia. Independencia en el carácter, rebeldía y un poquito de inocencia. Esa que caracteriza a un joven mancebo que hasta hace poco el mayor contratiempo al que se había enfrentado había sido aquel examen de literatura en ese curso tan desastroso. Crecer cuesta, pero a la vez enriquece. No hay precio que pague esa independencia. ¿O sí?
Gracias Jacobo. A mis compañeras siempre les digo que los españoles no lo tienen fácil, a veces tienen que rechazar la experiencia erasmus por falta de medios económicos. Aquí me relatas experiencias reales para ilustrar el argumento. Lo comparto con mis contactos.
Redactas muy bien
Muchas gracias Luis
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