CRISTIAN ZAMARRÓN MARTÍN | Fotografía: Cristian Zamarrón |
Los dispositivos móviles propician la vulneración de la intimidad de las personas.
La Ley Orgánica 1/1982 : ‘protección civil del derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen.’
La Constitución Española de 1978 trata los siguientes aspectos:
Título I. De los derechos y deberes fundamentales.
Capítulo segundo. Derechos y libertades.
Sección 1ª. De los derechos fundamentales y de las libertades públicas.
- Se garantiza el derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen.
- El domicilio es inviolable. Ninguna entrada o registro podrá hacerse en él sin consentimiento del titular o resolución judicial, salvo en caso de flagrante delito.
- Se garantiza el derecho de las comunicaciones y, en especial, de las postales, telegráficas y telefónicas, salvo resolución judicial.
- La Ley limitará el uso de la informática para garantizar el honor y la intimidad personal y familiar de los ciudadanos y el pleno ejercicio de sus derechos.
La intimidad personal se encuentra recogida tanto por el Artículo 18 de la Constitución Española de 1978 como por la Ley Orgánica 1/1982, de 5 de mayo. Pero, en verdad, ¿somos conscientes de la vulneración de la intimidad personal a través de los dispositivos móviles?
La respuesta es ‘NO’.
Se trata de un tema tabú que los medios de comunicación tratan de evitar ya que ellos mismos saben que dependen de las nuevas tecnologías, y cada día que pasa, aun más. Las nuevas tecnologías han invadido al 100% nuestras casas y en estos momentos, ni los medios de comunicación ni nosotros mismos, seríamos capaces de vivir sin su uso.
No hace muchos años, cuando aun era un niño, recuerdo que en mi casa no había ordenador. Mi padre tenía un teléfono móvil el cual no le entraba en el bolsillo del pantalón vaquero, en invierno lo llevaba en la cazadora y en verano se las tenía que apañar para transportar tal ‘cachivache’. Ese cachivache servía para lo que servía, única y exclusivamente para llamar y punto. Es más, ni siquiera tenías guardado en el registro del teléfono móvil los números de tus familiares y conocidos, sino que esos números estaban apuntados en una libreta aparte y cada vez que querías hacer una llamada tenías que marcar el número entero. Como dato, se marcaba en unas teclas, como las del ordenador, no en una pantalla táctil. En mi casa había también un teléfono fijo, anclado a la pared como si de un barco al fondo del mar se tratase, tampoco guardaba los números en una carpeta llamada ‘contactos’ sino que los tenías que teclear, también. El primer ordenador que llegó a mi casa era un aparato que pesaba más de “300 kilos”. Era tan grande como las televisiones de antes. Los que hayan realizado la selectividad este año, ni siquiera se acordarán de este tipo de televisiones, me cuesta recordarlas a mi y eso que ya soy más mayor. Aquel ordenador de 300 kilos le costó tela a mi padre subirlo por las escaleras. No sé cómo lo consiguió. Ese ordenador al igual que el teléfono móvil, servía para lo que servía, para enviar correos electrónicos, guardar algún que otro documento y jugar al buscaminas o al ajedrez, eso sí, jugabas contra la computadora, no de manera online.
Hoy en día, todo esto parece impensable, y lo cierto es que no hace tantos años de ello. Parece imposible que un chaval de primero de la ESO salga de casa sin móvil. ¿Cómo va a ir al instituto o a jugar al fútbol sin móvil?, ¿y si le pasa algo?, se preguntan siempre los padres. Parece increíble que un universitario acuda a la facultad sin ordenador portátil. ¿Cómo coge apuntes?, ¿escribiendo?, se destrozaría las muñecas. Pues antes era así. Es más, me atrevería a decir que es impensable que un estudiante a partir de los 16 años carezca de un ordenador portátil y mucho menos, de un móvil.
Lo peor de esto es que guardamos absolutamente todos nuestros datos y toda nuestra vida privada en estos dispositivos telefónicos: los números de contacto, las conversaciones por WhatsApp, las fotos en Instagram, la cuenta y la tarjeta del Banco y absolutamente todas las contraseñas a nuestras redes sociales o a nuestros sitios privados. Cuando se nos pierde el móvil o no enciende, parece como si nos quitasen la vida, como si nos cortasen un dedo del pie. Me atrevería a decir que es incluso mucho peor. ¿Qué hago sin móvil?, nos preguntamos.
Guardamos absolutamente todo en nuestros dispositivos móviles. En caso de que alguien nos usurpe o robe nuestro dispositivo y sepa nuestra contraseña o, que hackee nuestro móvil, estamos perdidos, porque tendría acceso a toda nuestra vida.
Antes, las fotografías se revelaban y se colocaban en un cuadro o en un marco, las que no, se guardaban en un sobre dentro un cajón. Nadie que no deseásemos, las vería. Ahora, las fotos se encuentran todas en el teléfono móvil, es más, si queremos eliminar una de ellas, la tenemos que borrar de, por lo menos, cuatro sitios diferentes: de la carpeta de la galería, de las fotos almacenadas, de la red, de la nube, de la papelera y un largo etc. Dicho lo cual, si alguien accede a nuestro teléfono y no queremos que vea una foto, si quiere, la va a ver, porque se guarda en tantos sitios diferentes que no sabemos ni donde está.
Y eso no es lo peor de todo, que existe Instagram y el resto de las redes sociales en las cuales colgamos fotografías a todas horas y mostramos a todo el que quiera verlo y saberlo donde nos encontramos en cada momento. Es decir, no son los dispositivos móviles quienes nos restan privacidad, sino que somos nosotros mismos quienes nos privamos de nuestra propia intimidad personal. No se me olvidará nunca que una vez, cuando era pequeño, le pregunté a mi madre: mamá, ¿Qué hay para comer?, ella me respondió: macarrones, a lo que yo grité entusiasmado: Yuhúuuu, ¡macarrones!, y mi madre me respondió: cállate, hijo, que le importa al vecino lo que vayamos a comer hoy. Que razón tenías mamá. Hoy en día, sabe todo el mundo lo que hemos comido, lo que hemos desayunado y lo que hemos picoteado entre horas porque lo hemos subido a las historias de Instagram. Saben incluso si hemos almorzado o cenado en casa o en un restaurante porque ponemos la ubicación. Saben también con quienes lo hemos hecho porque les etiquetamos. Saben a la hora a la que acudimos al gimnasio o a la biblioteca porque ponemos la hora que es. Saben dónde hemos ido de vacaciones porque ponemos la ubicación del hotel y subimos a las redes 25 fotos diferentes del lugar en que nos encontramos veraneando. Hasta hace no muchos años decíamos nuestro destino vacacional única y exclusivamente a nuestros familiares y amigos, por si acaso pasaba algo, sino, ni eso. Al resto de la gente, no se le decía nada, que les importaba.
Ocurre lo mismo con nuestras opiniones. Antes si no estábamos de acuerdo con lo que había dictaminado el árbitro durante el partido de fútbol, Real Madrid–FC Barcelona, se lo decíamos a nuestro hermano en el sofá o a nuestro colega en el bar. Hoy, lo subimos a Twitter. Si hasta ponemos en nuestras redes sociales el grupo o partido político al que votamos o mostramos simpatía. Hace unos años no sabíamos ni a quién votaban nuestros padres, en estos momentos, sabemos a quién vota un señor que vive en Valencia o en Bilbao.
Hace no mucho, si querías el número de teléfono móvil de una persona, tenías que pedírselo personalmente y esta persona decidía si dártelo o no. En los tiempos que corren, si quieres, le puedes mandar un mensaje por Instagram a Cristiano Ronaldo o a Rafa Nadal.
Pasa lo mismo con la cuenta del Banco. Antaño era la cartilla más guardada y escondida de todo el cajón. Actualmente, miramos a ver el dinero que tenemos en ella mientras estamos en clase o incluso cuando nos encontramos en medio de la pista de baile de una discoteca.
Hemos sido nosotros mismos los que, sin darnos cuenta ni ser conscientes, nos hemos cohibido de esa privacidad que antes teníamos. Es cierto que las redes sociales y los dispositivos móviles lo han propiciado, pero al final somos nosotros mismos. Mi abuelo tiene móvil y es táctil, también dispone de ordenador en casa y sinceramente, no se a quién vota, no sé lo que ha cenado anoche, no sé en que bar tomó café esta mañana y no sé donde estuvo de vacaciones en el año 1995. Sé donde ha estado de vacaciones este año y he visto las fotos que se tomó allí porque me las ha enseñado, pero, me las ha enseñado a mí, que soy su nieto, a nadie más.
La tecnología ha venido para ayudarnos y facilitarnos la vida, pero nos ha quitado esa privacidad que antes, en mayor o menor medida, sí que teníamos. Aunque, no olvidemos, que somos nosotros mismos quienes nos hemos limitado esa intimidad.