SANDRA FERNÁNDEZ LOMBARDÍA | Fotografía: Sandra Fernández
En cualquier caso, aquellos gritos los taparon las quejas de nuestros abuelos cuando decían que sus penas eran más grandes. Crecimos encauzados en la necesidad de hacer historia, de ser testigos y protagonistas de algún capítulo fundamental que no nos salió como esperábamos. Aplastados por un pasado que nos acabó por pasar por encima, todos los que intentaron cambiar su rumbo y descarrilaron en la misma curva nos advierten ahora: sois jóvenes, todavía no sabéis lo que se os viene encima. Y se llevan un dedo a los labios.
Después llegaron los creyentes de fábulas malditas que legitiman su sed de venganza con textos sagrados. Los que proclaman la paz eterna a cambio de un poco de sangre, los fanáticos por creer que su fe es mejor que la del resto. El peligro de creer con los ojos cerrados. Pero llegaron con tantos argumentos, los desplegaron por tantos medios de comunicación, en tantas voces, que acabamos por aceptar sus opiniones como propias. Nos dijeron que aprender era asimilar la opinión de alguien más mayor que nosotros sin aclarar que no todo aprendizaje es el correcto. No necesariamente.
El problema
Somos un puñado de estudiantes que levantan la mano en clase antes de preguntar, que anotan encandilados todas las nociones que parecen importantes. Aprender de los que más saben es importante, claro, pero escuchar, de forma activa y por iniciativa propia, parece ahora más necesario que nunca. Escuchen a los niños redondos y envueltos de azúcar aprendiendo en las aulas las claves básicas del egoísmo; escuchen cómo lamentan, ingenuos, no poder lucir un conjunto nuevo de marca a la semana como el resto de sus amigos ─hijos, muchos, de familias más afortunadas─. La sordera social no es capaz de escuchar que algo falla. Sus padres, entre tanto ─entre tan poco─, discuten de política en un bar cualquiera removiendo el café sin ganas. Se quedan de pie y con el abrigo puesto, olvidados ya los años de las terrazas tranquilas y las facturas pagadas y se frotan la nuca y no recuerdan: sus opiniones fueron también aplastadas por la máquina del fango y, embarrados hasta las cejas, dejaron de escuchar. Y se olvidaron.
Observen de cerca a las muchachas adolescentes con preocupaciones de madre sumisa y obligaciones de madre sumisa y temores de madre asesinada. El discurso de los jóvenes que defienden la violencia y la vejación ajenas como un símbolo hilarante de diversión inofensiva. Fíjense en el anciano que se asoma humilde al contenedor. Aprendí que no quería girar al son de este mundo cuando un adolescente se burlaba de un sintecho en el supermercado mientras sus padres se llevaban un dedo a los labios y se reían. Compartiendo las miserias y la ignorancia de su pedazo de futuro.
La esperanza
Mi generación venía con la intención de hacer historia, decían que habíamos venido a cambiar el mundo. Pero no conozco a nadie de mi edad con ganas de tener hijos. Nos inculcaron desde pequeños que el mayor éxito al que podríamos aspirar sería tener una casa sin hipoteca y un coche en un garaje. Pertenezco a una generación con ganas constantes de vomitar. Una generación casi en su totalidad resignada. Éste será nuestro gran legado hasta que aprendamos a aprender, por nosotros mismos, que no estar de acuerdo con todo es a veces la única forma de ponernos de acuerdo con nosotros mismos. Que en algún momento tendremos que empezar a escuchar a los que hablan más bajo y hacernos muchas preguntas. Tantas como certezas nos intenten vender. Renegar del silencio heredado y pensar, mucho, antes de pronunciar la primera palabra. Una palabra que sea únicamente nuestra. Todavía queda esperanza en alguna parte.
Qué bien escribe Sandra Fernández, por algo es la directora de esta revista.
Gracias, Sandra.
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