AINARA ÁLVAREZ GONZÁLEZ | Fotografía: Ainara Álvarez González |
Siempre había soñado con visitar Nueva York en Navidad, pero cuando por fin se presentó la oportunidad, mi estado de ánimo no era el mejor. Sin embargo, aquel viaje en diciembre fue mucho más que un simple paseo por la Gran Manzana; fue un redescubrimiento.
Aterrizamos en un Nueva York vestido de luces y adornos navideños. Desde el primer momento, la ciudad nos envolvió con su energía desbordante. Paseamos por Times Square, donde las pantallas brillaban con anuncios que parecían competir entre sí por nuestra atención. Nos sumergimos en la majestuosidad de Central Park cubierto de nieve y sentimos la magia de la temporada al contemplar el inmenso árbol de Navidad del Rockefeller Center, con su pista de hielo abarrotada de patinadores felices.
Cada día era una experiencia nueva. Subimos al Empire State Building y vimos la ciudad extenderse infinitamente ante nuestros ojos. Recorrimos la Quinta Avenida con sus escaparates decorados con esmero y sentimos la historia en cada rincón de la Estatua de la Libertad y Ellis Island. En Broadway, un musical nos transportó a otro mundo por un par de horas, haciéndonos olvidar cualquier preocupación.
Uno de los momentos más emocionante fue asistir a un partido de baloncesto en el Madison Square Garden. La atmósfera era electrizante; los aficionados gritaban con pasión y cada jugada desataba una ola de emociones. Además, los espectáculos llenaban el tiempo de los descansos. Por primera vez en mucho tiempo, me sentía tranquila, solo disfrutaba.
Nueva York me mostró que el mundo no se acaba, aunque tú pienses que sí, que la vida pude sorprendernos, incluso cuando creemos que todo está perdido. Volví de ese viaje renovada, con una actitud diferente. Aquel diciembre en la Gran Manzana no solo me regaló recuerdos inolvidables, sino que también me devolvió mi esencia.