JAVIER PÉREZ FRAILE | Fotografía: Pixabay
Durante años, la salud mental fue el tema del que nadie quería hablar. Mientras la sociedad daba gran importancia a las enfermedades visibles y físicas, las heridas internas, esas que no sangran, eran completamente ignoradas. Hoy, cuando la depresión, la ansiedad o el suicidio se han convertido en realidades comunes, resulta urgente recordar algo que la ciudadanía y los gobiernos no dan aún por sentado: una buena salud mental es también un derecho humano.
Un lujo que no todos pueden permitirse
La Declaración Universal de los Derechos Humanos reconoce en su artículo 25 el derecho de toda persona a tener un nivel de vida adecuado que asegure su salud y su bienestar. Sin embargo, en la práctica, ese “bienestar” rara vez incluye el cuidado de la salud mental. La atención psicológica sigue siendo un lujo inaccesible para muchas personas, un “privilegio” al que no todos llegan. En España, por ejemplo, solo hay un total de 6 psicólogos clínicos por cada 100.000 habitantes. Eso significa que, ante un momento en el que la salud mental se tambalea, el sistema no es capaz de proporcionar una respuesta rápida y eficaz. Los ciudadanos están obligados a esperar, o callar.
Las consecuencias de esta situación son muy importantes. Por un lado, los ciudadanos, que sufren los efectos de no recibir una atención psicológica veloz; y por otro lado, la normalización del malestar y los trastornos psicológicos como algo inevitable y sin solución a corto plazo. La sociedad acostumbra a escuchar frases como “todos estamos mal en cierta manera” o “hay que tirar para adelante”, cuando en realidad se debería exigir un acceso eficaz, políticas reales y recursos suficientes para mejorar la salud mental de la población. No basta con decir que la salud mental es importante, también hay que demostrarlo con políticas, acciones y presupuestos.
El estigma también afecta a los derechos
El derecho a una salud mental digna y de calidad no se limita únicamente al acceso a terapia o medicación. También implica eliminar el estigma social sobre el sufrimiento emocional y mental. Aunque los avances en este aspecto son notables, aún hoy hay muchas personas que temen confesar que acuden a terapia psicológica. El estigma constituye una forma discreta y silenciosa de discriminación, una barrera que impide ejercer ese derecho con libertad plena.
La población joven, en particular, supone uno de los grupos sociales más vulnerables en este aspecto. La presión académica, la incertidumbre laboral, la soledad emocional, la gran exposición en redes sociales o los problemas sociales son solo algunas de las cuestiones que afectan psicológicamente a los más jóvenes de la sociedad. Hablar de salud mental juvenil es necesario. Concienciar a este grupo social de la importancia de pedir ayuda, acompañarlos en el proceso y, sobre todo, no juzgarles, es crucial si se pretende mejorar la salud mental de los ciudadanos.
Cuidar la mente es cuidar la dignidad
Defender el derecho a una buena salud mental es defender la dignidad de las personas. Nadie puede ejercer sus libertades de forma plena y sana si vive atrapado en el miedo, la ansiedad o la tristeza. Por eso, es momento de dejar de ver la salud mental como un privilegio. Se debe invertir en ella para construir una sociedad más empática, más consciente y, sobre todo, más humana.










