¿Cómo dar un arranque digno a un artículo dedicado a un maestro de los comienzos? El pánico al folio en blanco es uno de los más recurrentes entre aquellos que se ponen al frente de un teclado. Este aumenta, sin duda, cuando esas líneas tienen que servir de reflexión sobre uno de los grandes. Y es que ya hace algo más de un año -¡el tiempo vuela!- del adiós de Gabriel García Márquez.
Repasar sus volúmenes, consultar su biografía, leer despedidas de los que lo conocieron en persona y de los que lo hicieron a través de sus libros… Y, a pesar de todo, ¿cómo competir con un: “El día que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5:30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo»? Quizás estas palabras que están leyendo no sean más que el preludio a la crónica de una muerte anunciada –perdonen el chiste fácil-.
Dice Manuel de Lorenzo en un artículo de Jot Down que “el primer párrafo, la primera frase de una novela, es una promesa. Es un compromiso adquirido con el lector del que el autor no debe apartarse”. Una premisa que, errada o no, Márquez respetó siempre. De este modo, conseguía no sólo mantener al lector enganchado desde la primera hasta la última palabra, sino también transmitir la esencia y la magia de su tan preciado Caribe –“un estado de ánimo que permite ver lo que se quiere ver”- a aquellos que sostenían sus libros a miles de kilómetros. Sorprende, de hecho, que no brote un torrente de mariposas amarillas al pasar las páginas de ‘Cien años de soledad’.
En sus textos siempre se ha podido apreciar una convergencia de géneros e influencias, como las de Hemingway, Woolf, Joyce o Faulkner. Una apuesta arriesgada que puede desembocar en una narrativa exquisita o en el más estrepitoso de los fracasos, todo depende de la capacidad de regate de quien sostiene la pluma. Él pretendía “encontrar soluciones poéticas a cuestiones narrativas”, según comenta en una entrevista que realizó a Pablo Neruda en el París de 1971. En ella, también admite la tentación de regresar al ambiente de las redacciones: “A mí me gustaría volver al trabajo de ser periodista, pero, sobre todo, al de ser reportero porque me da la impresión de que, a medida que uno avanza en el trabajo literario, va perdiendo el sentido de la realidad”.
No hay que olvidar que fueron cabeceras como ‘El Universal’ o ‘El Heraldo’ las que lo vieron dar sus primeros pasos en el mundo del papel impreso. No en vano, calificó el Periodismo como “el mejor oficio del mundo”, apostillando, eso sí, un certero “aunque se sufra como un perro”.
La 52ª Asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa (1996) acogió un discurso del cataquero que sería, incluso años después de que viera la luz, parafraseado en las facultades de Periodismo y de Ciencias de la Comunicación de todo el mundo, a pesar de su patente carga crítica hacia la formación que en ellas se da a los futuros profesionales.
Márquez reclamaba ese aprendizaje sobre la marcha –“en las salas de redacción, en los talleres de imprenta, en el cafetín de enfrente, en las parrandas de los viernes”- con el que él se formó. Una escuela ininterrumpida en la que el oficio y todo lo que lo rodeaba era el único lugar común. Vocación pura. “Los que no aprendían en aquellas cátedras ambulatorias y apasionadas de veinticuatro horas diarias o los que se aburrían de tanto hablar de lo mismo era porque querían o creían ser periodistas, pero en realidad no lo eran”, afirma.
Señala, asimismo, las “deficiencias flagrantes” con que los recién titulados salen de las aulas. Aunque parte de la culpa la tienen los planes de estudios, “que enseñan muchas cosas útiles para el oficio pero muy poco del oficio mismo”, su dedo apunta también a los propios estudiantes. La base cultural necesaria para ejercer un buen Periodismo es responsabilidad única y exclusiva del profesional, que debe ser autodidacta. “La lectura era una adicción laboral”, recuerda.
Los “atentados éticos” y el abuso de los nuevos medios tecnológicos también tienen un hueco entre sus palabras: “No los conmueve el fundamento de que la mejor noticia no es siempre la que se da primero sino muchas veces la que se da mejor”.
Para él, el componente humano sigue siendo la nota definitoria del verdadero Periodismo. “La grabadora oye pero no escucha, repite -como un loro digital- pero no piensa, es fiel pero no tiene corazón, y a fin de cuentas su versión literal no será tan confiable como la de quien pone atención a las palabras vivas del interlocutor, las valora con su inteligencia y las califica con su moral”, apostilla.
Una de esas cualidades puramente humanas que él nunca perdió fue la humildad; no sólo en el Periodismo, sino también en su quehacer literario. Cuando ‘Cien años de soledad’ conquistó el millón de ejemplares, él, que se definía como “un artesano insomne”, declaró que no se trataba “de un reconocimiento a un escritor”, sino de “la demostración irrefutable de que hay una cantidad enorme de personas dispuestas a leer historia en lengua castellana”.
Un público ávido que devoraba de forma exponencial todo lo que Márquez firmaba. En sus relatos hablaba de amor, de soledad, de violencia, de lucha, de cultura, de Macondo… Temas recurrentes embebidos de su característico realismo mágico, en el que mito y realidad se engarzan bosquejando un retrato más fiel de las Antillas de lo que podría parecer en un primer momento.
Fue precisamente ese realismo mágico el que hizo que 1982 llegara a la vida de Márquez con el Premio Nobel de Literatura bajo el brazo. La Academia Sueca se decantó por el colombiano, el primero en la historia en recibir el galardón, “por sus novelas e historias cortas, en las que lo fantástico y lo real son combinados en un tranquilo mundo de imaginación rica, reflejando la vida y los conflictos de un continente”.
Ni siquiera en ese momento se olvidó de su tierra. Un significativo ‘La soledad de América Latina’ titula el discurso con el que recibió el galardón. En él hace un repaso histórico de aquella región en la que realidad y leyenda se entremezclan para la conciencia occidental y admite: “No hemos tenido un instante de sosiego”.
Apunta que es quizás “esta realidad descomunal” del continente la que “ha merecido la atención de la Academia Sueca de las Letras”, y que es ella misma la que alimenta las creaciones de sus oriundos. “Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad”.
El último laureado con el Premio Cervantes, Juan Goytisolo, expuso en su discurso de recogida –en donde, por cierto, también tuvo su hueco el coronel Aureliano Buendía-: “Desde la altura de la edad, siento la aceptación del reconocimiento como un golpe de espada en el agua, como una inútil celebración”. También parecía concebirlo así García Márquez, que, en una entrevista concedida a RTVE, rehuía de la fama que le garantizaba el Nobel para revelar como principal prelación “el ensanchamiento del ámbito de acción, sobre todo en materia política en América Latina”.
Se trata, a fin de cuentas, de una realidad dura que inspira un universo mágico y de un universo mágico que nos insta a cambiar la dura realidad. Porque Gabriel García Márquez no nos abandonó el 17 de abril de 2014 en ese México DF que amenazaba con lluvia -en un giro poético que vaticinaba las lágrimas que quedaban por verter-. Lo seguiremos encontrando en cada esfuerzo por seguir viviendo ‘para contarla’, en el olor de las almendras amargas.
Texto: Patricia Luceño
Imágenes: Pixabay