MARINA LAJO TRAPOTE  |  Fotografía: Marina Lajo  |

José Zorrilla es uno de los poetas y dramaturgos románticos más reconocidos por la ciudad de Valladolid. Cuenta con un casa-museo cerca de la Iglesia de San Pablo y una estatua en la conocida Plaza Zorrilla, que también lleva su nombre. Incluso el estadio del Real Valladolid C.F. lleva su nombre. 

Nació en Valladolid en 1817 debido al trabajo de su padre, que había sido trasladado a la Chancillería de Valladolid. Pero, más tarde, se mudaron a Burgos, Sevilla y, finalmente, se establecieron en la ciudad de Madrid. No obstante, Zorrilla siempre guardaría cierto aprecio a la ciudad de Valladolid y a la casa donde pasó parte de su infancia, por lo que sus visitas serían bastantes comunes. Hay que tener en cuenta que tenía buena relación con el dueño de la casa. Zorrilla se refería a él como ‘nieto’, y este le llamaba ‘abuelo’.

Casa Zorilla
Casa José Zorilla | Fotografía: Marina Lajo

Sin embargo, esta casa, a la que Zorrilla tenía un gran aprecio, esconde una de las leyendas más conocidas de esta ciudad. Zorrilla, en su obra Recuerdos viejos, narra lo que ocurrió en esa casa cuando era muy pequeño. La historia de como vio un fantasma.

En la planta superior, después de un largo pasillo, se encuentra una habitación de invitados, con una cama y un sillón. José Zorrilla jamás había visto a nadie ocupar la estancia. Apenas se abría para ventilar o retirar el polvo. Y es más, cada noche se cerraba con llave, como si hubiera algo que esconder en ella.

Casa José Zorrilla
Casa José Zorrilla. | Fotografía: Marina Lajo

Una tarde, recuerda José Zorrilla cuando tenía 6 o 7 años, su padre dormía la siesta y su madre se encontraba arreglando trastos. Mientras, él jugaba con un caballito de cartón cerca de dicha habitación. Cuando levantó la mirada, contempló la puerta entornada. Una turbia y neblinosa penumbra rodeaba al aposento. Así recuerda el propio José Zorrilla lo que halló cuando se atrevió a cruzar la puerta:

Una señora de cabello empolvado, encajes en los puños y ancha falda de seda verde, a quien yo no había visto nunca. Ocupaba el sillón, y con afable pero melancólica sonrisa me hacía señas con la mano para que me acercase a ella. Como ni yo era un chico hosco, huraño, ni mal criado, ni aquella señora tenía nada de medroso, ni amenazador, me acerqué a ella sin miedo ni desconfianza, y puse mi mano derecha entre las dos suyas.

Me pasó la mano por mi suelta cabellera, que mi madre tenía gusto en dejarme larga y en mantenérmela rizada. Me dijo con una voz que no sabré explicar dónde me resonaba, si en el corazón, en el cerebro o en el oído: «Yo soy tu abuelita; quiéreme mucho, hijo mío, y Dios te iluminará».

Estoy seguro de haber sentido el contacto de sus manos en las mías, y en mis cabellos, y recuerdo perfectamente que sus palabras me dieron al corazón alegría.

Casa José Zorrilla
Casa Zorrilla | Fotografía: Marina Lajo

Recuerda correr hasta el comedor y, feliz de aquel suceso, contarle a su madre que había visto a su abuela. Creyendo la madre que su hijo se refería a su abuela materna y que esta se había presentado de visita sin avisar, se apresuró hacia la antesala. Al no ver a nadie, preguntó al pequeño José Zorrilla. Este señalaría el misterioso cuarto. Su madre no pudo menos que reírse. ¡Qué ocurrencia la del niño! ¡Ver a su abuela Jerónima en la antesala! El futuro escritor, muy serio, corrigió sus palabras: no era la abuela Jerónima, sino otra mujer vestida de verde. El padre, que había escuchado la conversación, frunció el ceño, miró fijamente a su hijo y echó la llave a la habitación que jamás volvió a abrirse.

Todo lo dicho entra naturalmente en el tratado de las alucinaciones: fue una del cerebro o de la retina: cualquier hombre medianamente educado, que para esto no se necesita ser un sabio, lo explicaría de esta manera, y no tiene otra explicación aceptable.

Yo insisto, sin embargo, en que el alma de los niños, mal desprendida aún de la región de los espíritus en donde Dios la crea y de donde la saca para envolverla en el barro corporal, tiene tal vez alguna afinidad con los espíritus entre quienes ha sido creada, y puede ver y oír lo que sus sentidos no pueden percibir en el posterior desarrollo vital de la materia corpórea.

Diez años más tarde, el joven José Zorrilla terminaba sus primeros estudios en el Seminario de Nobles. En una visita a la casa vieja de su padre, en Torquemada, descubrió un montón de objetos olvidados bajo el polvo y las telarañas. Entre lienzos y viejos informes, apareció un retrato sin mota de polvo alguna. Lo miró estupefacto y llamó a su padre. ‘Es el retrato de mi abuela’, sentenció el joven poeta. El padre, extrañado, replicó que no podía reconocerla, pues jamás la había visto.

—¿No se acuerda usted—le contesté yo—de que siendo muy niño vi una señora en el aposento cerrado de la antesala de nuestra casa de la calle de la Ceniza, en Valladolid? Esta misma era. Tengo su imagen en las pupilas.

Por toda respuesta su padre volvió la cara para ocuparse en sus pergaminos, quizá para ocultar la aterrada expresión de su semblante. El propio José Zorrilla razonaba así sobre lo ocurrido:

Si no hubiera yo visto a la señora del aposento cuando niño, ¿hubiera podido reconocerla por su retrato diez años después? La alucinación y la persuasión influyeron indisputablemente en el carácter fantástico de mis obras. Yo tengo en la mía muchas historias de alucinaciones, y muchos tropiezos con muertos y aparecidos.

Es cierto que parece ser una leyenda imaginada por un niño en su temprana edad. Por el contrario, también es cierto que mucha gente, sobre todos los trabajadores del edificio contiguo, dicen ver sombras a través de la ventana o sentir la presencia de alguien más cuando visitan esa estancia.

Incluso, en 2007, cuando el edificio ya era la casa-museo de José Zorrilla, se decidió dejar el cuarto que protagoniza esta historia fuera del circuito visitable. Cuando se desvistió y se cerró el aposento, comenzaron a tener lugar sucesos que aterraban a los trabajadores. Luces que se apagaban y encendían solas, cajones que se abrían, aparatos que funcionaban sin que nadie pulsara el interruptor son algunos de ellos. ¿Podría ser el espíritu de Nicolasa, iracundo al ver su habitación desvestida y clausurada? Por si acaso, se decidió volver a disponer los enseres y a abrir el cuarto al público. A día de hoy, puede visitarse esta habitación.

¿Seguirá la abuela Nicolasa ocupando esa habitación y viendo a las visitas que van a ver la casa-museo dedicado a su nieto? ¿O simplemente son alucinaciones alimentadas por una leyenda imaginada en la cabeza de un niño de unos seis o siete años?

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