CLARA NUÑO GÓMEZ | Fotografías Fernando Sanz/APV
Corría el año 1996 cuando en Valladolid nació un modesto galardón en el seno de la asociación de la prensa de la ciudad. Veinte años después, sigue vivo. Es el Premio Nacional de Periodismo Miguel Delibes, que, esta vez, tiene nombre de mujer: Pepa Fernández.
21 de enero de 2016. Son las siete de la tarde y la puerta del Teatro Calderón está abarrotada de periodistas que, poco a poco, desaparecen en las entrañas del edificio; es la Sala Miguel Delibes la que los acoge. Se respira un ambiente distendido, los reporteros conversan unos con otros antes de tomar asiento y, uno de ellos, desde el escenario, aprieta varias veces el gatillo de la cámara mientras el silencio, lentamente, se va haciendo el dueño del lugar.
Tras unos minutos, una voz enlatada, perteneciente a un hombre ya maduro, comienza a sonar por los altavoces. Responde, jovial, a las cuestiones que otra voz -esta vez, femenina- le va haciendo. Son Miguel Delibes y Pepa Fernández. Tras la grabación, los aplausos.
Es Jorge Francés, director de la Asociación de Prensa de Valladolid (APV), quien, ahora, sube a escena para hacer un repaso de las dos décadas de vida del galardón, que premia el periodismo especializado en la defensa de la lengua española, y recuerda los 100 años de vida de la APV, siglo en que -comenta- la profesión ha cambiado de forma considerable. Aprovecha para remarcar la precariedad del oficio y recordar que es la calidad lo que debe permanecer en su ejercicio. Tras él, el representante del mayor mecenas del premio, La Caixa, dedica una cita al lenguaje de Castilla y a uno de los oficios que mayor uso hace del mismo.
Y, ahora sí, por fin, la figura por la que todos se han reunido en Valladolid una fría tarde de enero sube al escenario, se suceden los aplausos y ella ríe. Pepa Fernández, la segunda mujer en recibir este homenaje va a hablar: “Siempre resulta emocionante y sorprendente que alguien piense que mereces semejante premio y me alegra que no sea a título póstumo”. El público sucumbe a una breve risotada y, ella, sonriente, se la dedica a Iñaqui Gabilondo.
Afirma ser de letras, pero por vocación, no por eso de que las letras sean más llevaderas que las ciencias (mito que, tristemente, sobrevive al paso de los años). Pepa cayó enamorada de ellas tiempo atrás y el lenguaje, la palabra, ha ido de su mano desde que tiene uso de razón. Empleando un tono ‘guasón’, que hace reír a más de uno, dice haber vivido por encima de sus posibilidades: “He podido vivir otras vidas, sufrir otras vidas”. Es entonces cuando parece olvidar que se encuentra en un estrado y su voz toma un tinte más cálido, personal. Recuerda la entrevista a Delibes y cómo la emocionó la oportunidad de conocer y tratar a una figura por la que sentía una profunda admiración. Asevera que siempre lo considerará uno de los grandes de la literatura, no sólo española, sino universal.
Parece que ya no queda nada más que decir. Quizá para recoger un premio nunca hizo falta gran verborrea, ni grandilocuencia, tan solo sencillez; y es precisamente sencillez lo que utiliza para despedirse con sus últimas líneas: “Lo dedico a la memoria de Miguel Delibes porque estoy segura de que, si pudiera verme, esbozaría una sonrisa cómplice”.