Ciao! Esta historia es, como la vida, un cúmulo de casualidades. Hace un par de cursos tuve la suerte de disfrutar de la oportunidad de irme de Erasmus a Italia.
Elegí mi ciudad (Lecce, en el tacón de la bota) como segunda opción y no me atraía mucho, pero los caprichos del destino no entienden de deseos. El italiano, una lengua que hasta entonces escuchaba como si de una sinfonía se tratase por su melódica entonación, se hizo parte de mí.
En esa época me encontraba en territorio de nadie. No sabía de dónde venía, ni tampoco dónde quería ir. Escogí Lecce porque quería irme de Erasmus con un amigo (craso error hubiese sido). Cuando me lo concedieron no sabía exactamente su localización, hecho por el que me alié con Google. Pero mi torpeza me hizo recalar en el Sorrento (en lugar de Salento), zona de Nápoles. Y pensé: “Bueno, pues ‘territorio mafia‘, ¡allá vamos!”
Un poco antes de conocer el sitio donde pasaría el que ha sido el mejor año de mi vida, encontré trabajo en El Norte de Castilla. Como no quería perderme ninguna de esas dos grandes oportunidades, trabajé allí hasta un par de días antes de marcharme. El mismo día que dejé mi trabajo, se murió mi abuelo preferido. Mi “güelito” (como se dice en Asturias), que siempre fue un referente social y político en mi día a día. La tristeza inundaba mi vida, pero decidí marcharme. Él lo hubiera querido y este golpe se uniría a los pequeños baches que me llevaba conmigo y las pisadas seguras de intentar alisar el siguiente tramo del camino.
Entenderéis que es imposible condensar un año entero en unas líneas, así que daré unas breves pinceladas: ese año conocí la naturaleza en estado puro, playas salvajes con agua cristalina y grutas subterráneas, inmensos campos pintados de varias gamas de verde, acordes con lo auténtico de la zona. Viajé por media Europa. Cumplí uno de mis sueños, ir a Viena. Y lo cumpli no una vez, sino dos veces.
Experimenté mis emociones más que nunca y con una intensidad que jamás había sentido. Aprendí el valor de la cocina tradicional italiana, me hice fan de la mozzarella al ver cómo la cortaban en cualquier ultramarinos porque se suele vender al peso. También a hacer la auténtica masa siciliana de pizzas, gracias a mi compañera de piso que me dio la receta de su abuela.
Me abrí a la música, conocí el reggae salentino más profundo y también el folklore de los bailes más tradicionales que cuentan historias bonitas. Como la pizzica, que dicen que surgió como remedio a las picaduras de arañas que sufrían las campesinas, quienes bailaban para expulsar su veneno del cuerpo. Es, probablemente, el baile de cortejo más hermoso que he visto en mi vida.
Exploré mi personalidad a fondo y me di tiempo para conocerme, llegando a encontrarme a mí misma. Descubrí que la gente vacía no me llenaba nada. Cuando volví ya no era la misma persona y nunca lo seré. Aprendí a priorizar aquel día en el que me fui, con no más que una maleta de 15 kilos gracias a las restrinciones de Ryanair. Al volver, en esa maleta de un año metí más recuerdos felices que ropa.