En ocasiones uno es testigo mudo de historias que marcan el carácter de una generación, que alteran la manera de sentir y observar juiciosamente acontecimientos que cambian el curso de la Historia.
Cuando emprendí mi viaje Erasmus a Alemania, sabía que aquel país había coexistido y, durante muchos años, exaltado una ideología pútrida como el aire que se respiraba y con heridas que aún estaban abiertas. El miedo a recordar se hace menos fuerte cuando tus interlocutores son amigos y no comprenden lo que paso ya que su país se debatía en una guerra fratricida.
Fue un día soleado en Alemania, lo recuerdo bien porque allí el sol es un bien escaso que los alemanes procuran honrar cada vez que les guiña el ojo saliendo a la calle y a los parques y disfrutar de lo que en España es casi pan nuestro de cada día.
Acompañados de un grupo de alemanes y un nutrido grupo de españoles, decidí que era el momento, con la confianza que me daba la amistad y la «desinhibición» que proporciona la falta de dominio del idioma, de que uno de nuestros teutones compañeros nos hablara del pasado, de esa caja fea, gris y nauseabunda que se había vuelto el recuerdo de la barbarie.
Pero él la abrió y nos explicó cómo era criarse en un ambiente en el que los brazos en alto y el odio racial competían con el amor de un hijo por su padre, con las historias descarnadas y llenas de jactancia de un abuelo que nunca se arrepintió, que nunca valoró las vidas que había sesgado de raíz en un manifiesto ataque de inferioridad.
Me relataba con los ojos vidriosos y la vergüenza de un pasado marcado por desgraciadas elecciones, cómo su abuelo le describía los campos con el evidente tono edulcorado que corresponde a una historia dirigida a un muchacho de tierna edad.
Su abuelo encontraba en la mirada de su nieto esa sensación de inocencia y curiosidad, la misma mirada que él y sus compañeros lucharon por hacer desaparecer en esa infancia mutilada que dejó el «irraciocinio» nazi. Nuestro amigo relataba como, en presencia de su abuelo, la vida se hacía más cruenta, su padre, un hombre de ley y no de fuerza, debatía con su ya senil abuelo sobre el uso y el abuso que los nazis había realizado de una raza, de una gente, que intelectualmente estaban en el pináculo de su desarrollo y que la fobia aria era simplemente un complejo de estatura que rondaba los 1,75-1,80 cm poblados por un bigote que sembró el terror en el mundo.
Ese loco bajito llamado Hitler era la fe de su abuelo, la necesidad de huir de una inmensa mediocridad que cambió el sino de la Historia, de la historia de su familia, de su manera de concebir el odio, de calificar a las personas, de ver más alla de un color de piel, de un pasaporte o de una cultura, de sentir la bandera como un trozo de su alma que puede resguardar a cualquiera, sin ningún tipo de distinción ni diferencia.
Así fue como un alemán me habló de lo que nunca se habla allí, de lo que nunca se describe con palabras ajustadas a un complicado y sentido contexto. Aquel chaval alemán nos enseñó que die Entschuldigung (el perdón en alemán) residía en el alma de muchos jóvenes que asistieron sin comprender a uno de los mayores dramas de la historia.
Sergio Pascual Espinilla, estudiante de 5º de Periodismo
Buen texto y mejor fotografía. Cada día encontramos más calidad en esta sección. Enhorabuena.
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